domingo, 23 de septiembre de 2007

Perséfone en el submundo (II)


"Love is like the soma"

En sánscrito, yoga significa, literalmente, unir (proviene de la misma raíz indoeuropea que el latín yugus). Como genuina experiencia religiosa, el yoga intenta unir (re-ligare) lo escindido: el que ve y lo visto, el observador y lo observado, el sujeto y el objeto. Pero, ¿existe algo más escindido en la naturaleza humana (y por extensión, en la naturaleza de lo viviente, desde hace al menos 1000 millones de años) que la existencia de dos sexos, hombre y mujer? En ese sentido, la unión sexual, en toda su extensión (física, emocional, intelectual) es la forma más intensa y primigenia de yoga que existe.

Así lo reconocieron nuestro remotos antepasados al asimilar la religión al culto a la diosa madre, el culto a la fertilidad con su componente orgiástico. La diosa madre del mediterráneo y del próximo oriente aparece siempre relacionada tanto con el orgiasmo como con las sustancias embriagadoras. En un primer momento, la cerveza, siendo una de las formas más antiguas de la diosa madre en la hélade Deméter, diosa de los cereales (y, por tanto, de la cerveza. Cuando la cebada se contamina con el cornezuelo, el hongo claviceps purpurea, nacen los misterios de Eleusis, los más importantes de la antigüedad clásica). Posteriormente la cerveza da paso al vino, asumiendo las funciones de la diosa madre el ambiguo Dionisio y su cohorte de ménades.

Desde el principio, por tanto, soma y sexo van unidos en una especie de liturgia religiosa. El primero cumpliendo el papel de desinhibición necesario para, si es necesario, saltarse cualquier recato o estructura que se oponga al segundo.

Difícil de comprender, para nuestra mentalidad forjada en más de 2500 años de patriarcalismo cada vez más acentuado (especialmente en los últimos dos milenios, con el arraigo de la religión patriarcal por excelencia: el cristianismo), las implicaciones mentales del culto matriarcal a la fertilidad. La casi absoluta identificación entre la muerte y el sexo, o tal como lo denominó Freud, entre Eros y Thanatos. Robert Graves, en sus Mitos Griegos, reconstruye imaginariamente una de aquellas horripilantes escenas que pudieron darse sobre el fértil y oscuro suelo de cualquier valle del ática: "Parece que la ninfa tribal elegía un amante anual entre su entorno de jóvenes, un rey para ser sacrificado al acabar el año, haciendo de él un signo de fertilidad más que de placer erótico. La sangre esparcida de este hombre servía para hacer fructificar los árboles y las cosechas y para la reproducción de los rebaños. Su carne se partía y era comida cruda por las ninfas compañeras de la reina, sacerdotisas con máscaras de perras, yeguas o cerdas[1]." Descripción que puede servir también para la fiesta de la vendimia de antiguos cananeos, adoradores de la diosa Anat-Astarté, que actúa de tal forma con Baal, su amante: "lo cortó con la hoz, con la pala lo aventó, lo quemó con el fuego y lo molió con el molino. Dispersó sus carnes por el campo como alimento para los pájaros a fin de que cumpliese su destino[2]". Destino, que es, al fin y al cabo, el renacimiento, pues para renacer siempre hay primero que morir (también los biólogos afirman que el sexo es un mecanismo adaptativo, renovador, de la especie. Lo malo es que la reproducción sexual en organismos multicelulares implica un callejón sin salida para las células no sexuales, incluidas las neuronas donde fijamos nuestra personalidad).

Esta verdad la reconocen incluso los cristianos, cuyo hombre-dios sufrió una cruenta muerte que en nada desmerece las arriba comentadas, antes de su resurrección. Un misterio cuya celebración, curiosamente, también se acompaña con vino. Sin embargo, el cristianismo, como religión derivada del judaísmo, aunque sigue celebrando la muerte sangrienta, mantiene la embriaguez en un nivel meramente símbolo y anula totalmente la parte nuclear del primitivo rito de fertilidad: el sexo. Así, san Pablo recomienda permanecer casto y, sólo como medida desesperada, casarse pues "más vale casarse que abrasarse[3]". En todo caso, una unión inquebrantable, que es penitencia y expiación en sí misma. También, cuando Salomé le pregunta a Jesús "-¿Hasta cuando existirá la muerte?- este respondió – Hasta que vosotras, las mujeres, sigáis pariendo-[4] " Por esta razón, no es de extrañar que Nietzsche afirmara que el cristianismo “envenenó al Eros”, y no sólo el cristianismo, sino en general las nuevas religiones de tinte patriarcal (Por ejemplo, en el Patimoska, las normas de conducta de los monjes budistas, mirar a una mujer a los ojos es un pecado de consecuencias kármicas graves. Y no digamos los talibanes…).

[1] R. Graves, Los mitos griegos, pag. 16. Alianza Editorial, 2001.
[2] A. Cotterel. Enciclopedia ilustrada de mitos y leyendas, pag. 18. Círculo de Lectores, 1989.
[3] Corintios I, 7:9.
[4] Evangelio de los egipcios, citado por Clemente de Alejandría (Miscelanea, 3:6)

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