jueves, 30 de agosto de 2007

infinito

Los griegos odiaban lo infinito, porque consideraban que era indeterminado, sin forma. Ellos amaban las formas proporcionadas, juveniles, saludables, los números aúreos. Por encima de todo, amaban la belleza, como demuestran las esculturas de Apolo, Afrodita, de todos sus dioses y héroes. Amaban el sol del Egeo, los espacios abiertos del ágora, el diálogo sostenido entre amigos bajo la luz de la razón. Se imaginaban a sí mismos libres, siendo uno de los peores defectos el ocultar el propio pensamiento por miedo o por vergüenza. De la misma manera, no ocultaban su desprecio, su temor, ante la vejez y la muerte, ante el inevitable decaer de la belleza. Y lloraban, y se lamentaban, y escribían tragedias en las que plasmaban la paradoja sin solución posible que es la vida humana. Envidiaban y desconfiaban de sus dioses, hasta el punto de preferir pasar desapercibidos ante ellos antes que ser objeto de su atención o incluso de su amor.

Nosotros, en cambio, amamos el infinito. Preferimos no resignarnos ante nuestra débil naturaleza humana, perseguimos a una divinidad salvadora que, bajo la forma de dios-hombre compasivo o de progreso ilimitado, nos ofrezca una alternativa a nuestra desesperada condición. Habitamos el infinito, que la mayor de las veces se nos presenta como esperanza remota, y creemos que salvaremos definitivamente todos los obstáculos a cambio del sacrificio del presente. Pero el infinito es penumbra, pues es duro habitar bajo la sombra de un sinfín de posibilidades aún no realizadas. El lamento teñido de esperanza es muchas veces peor que el lamento nacido de la resignación.

Somos modernos buscadores del infinito ¿lo hallaremos alguna vez?

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